Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a unos de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.
Saqué la gorra de caza del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba a encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras seguía andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados como había ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había visto, y que sería distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea me deprimiera, pero tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena. En fin, eso es lo que pensaba mientras andaba.
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